Mis niños y niñas tuvieron examen de Ciencias Naturales el miércoles 17 y de lengua el viernes 20, estaban bastante nerviosos así que me pidieron ayuda durante los recreos.
Estuve explicando contenidos, preguntando conceptos…
Formaron una semiesfera a mí alrededor para atender. Durante unos minutos me
sentí como aquellos profesores de la posguerra que atendían a las personas en
el campo sentados en la hierba. Cuando tocó el timbre, se sentaron a la
velocidad de la luz y fui ayudante de dudas, paseándome por los pupitres a ver
su desarrollo durante la prueba. El problema apareció con los resultados.
Muchos estaban tan tristes por las calificaciones que lloraban desconsolados.
Me sorprendieron mucho algunos casos: por un lado, teníamos
a una niña que comenzó a sofocarse por su puntuación, la cual era 7,5. Decía,
entre lágrimas, que ella había estudiado más que otro compañero pero la había
superado sacando un 10 y eso hacía que se sintiera mal. Con esto pude comprobar
que la competitividad se da ya en primaria, donde un simple número explica si
eres mejor o peor que los demás.
Por otra parte tuvimos a una niña que lloró mucho porque
había obtenido un 5,6 y, al parecer, su madre la dijo que le quitaría el móvil
y la castigaría todo el fin de semana si no tenía un 9. Ella estaba mas preocupada
por no tener el teléfono que por la nota como tal.
A otros niños que habían suspendido les comenté que yo
también suspendí en su día y que ahora estaba en la universidad y dándoles
clase, que no era el fin del mundo y todos tenemos un día malo. Ellos pudieron
ver que nadie es perfecto y que, obviamente, deben mejorar en su forma de
estudio pero una nota no te marca de por vida. Humanizar el fracaso, hacerlo ver
como algo común que debe superarse, también forma parte de nuestro trabajo.
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